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TODO RENTA 2021 | MEMENTO IRPF 2021 Descuento y entrega en mano 24 h. gratis |
Autor(es) Álvarez Conde, Enrique
, ISBN:9788490455067.
Editorial Comares
542 páginas, 1ª edición,
En distribución desde mayo 2017,
Precio:
38,00€ (iva incluido)
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A principios del mes de octubre del 2016, un grupo de profesores y profesoras
de Derecho Constitucional celebramos, en el Instituto de Derecho Público de la
Universidad Rey Juan Carlos, un seminario de investigación donde se abordó, a
través de las respectivas ponencias y comunicaciones, la problemática inherente
a la reforma de nuestro actual texto constitucional. Fruto de dichas reflexiones
es la actual publicación, la cual no tiene más pretensión que sumarse a los
estudios, ya muy numerosos, que sobre esta cuestión se han abordado, desde hace
ya años, en nuestro país. Vaya por delante mi agradecimiento más sincero a todos
los participantes en dicha reunión y a sus contribuciones sobre diferentes
aspectos de la reforma constitucional.
En los planteamientos de cada uno de los ponentes y comunicantes, y en los
correspondientes debates, no solo se abordaron los aspectos concretos de la
reforma constitucional, sino también los grandes problemas teóricos que plantea
la teoría de la Constitución analizada desde este punto de vista. Todo ello con
la finalidad de constituirse en un grupo de reflexión que continuará sus
trabajos en diferentes reuniones científicas organizadas por distintas
universidades.
La primera cuestión planteada fue la necesidad y oportunidad de una reforma
constitucional en los momentos actuales. Todos fuimos conscientes de la actual
fragmentación política existente y de la dificultad de una reforma
constitucional, que no es una de las prioridades principales de la ciudadanía,
lo cual puede ser comprensible, ni de la clase política, lo cual parece tener
una menor justificación. Pero también pensábamos que la necesidad de la misma
era imperiosa, pues nuestra Constitución, por falta de una aplicación adecuada o
por la necesidad de actualizar sus preceptos, tanto política como jurídicamente
hablando, estaba perdiendo a pasos agigantados su carácter normativo,
produciéndose un auténtico divorcio, en terminología de Hesse, entre la
normatividad y la normalidad constitucionales.
En efecto, cuando una Constitución está perdiendo, o a punto de perder, su
propia identidad, cuando ha dejado de ser una Constitución viviente «(living
Constitution)» (B. Ackerman), cuando los otros mecanismos de cambio
constitucional (la interpretación, las mutaciones constitucionales, ) resultan
inoperantes, la necesidad de una reforma constitucional formal parece imponerse
por su propia naturaleza. Ello no significa que con la reforma constitucional se
atajen todos los problemas que actualmente padecemos, pero sí que puede
coadyuvar a instalar una nueva cultura de la negociación, del pacto, del
acuerdo, cuya ausencia ha caracterizado toda nuestra historia constitucional y
la vigencia de nuestro actual sistema democrático. Se impone, por tanto, la
creación de una cultura de la reforma constitucional, que si existe en los
principales países europeos, alguno de los cuales han modificado su texto
constitucional en decenas de ocasiones, como una de las manifestaciones
concretas de esa necesidad de crear una cultura de la negociación, del pacto y
del acuerdo. Todavía continúan teniendo vigencia entre nosotros aquellos
mandatos establecidos en la Constitución jacobina de 1793 en el sentido de que
un pueblo siempre tiene el derecho de revisar, reformar o cambiar su
Constitución, pues una generación no puede someter a sus leyes a las
generaciones futuras. O aquellas sabias palabras de Rousseau, en sus
Consideraciones sobre el Gobierno de Polonia, cuando afirmaba que «va en contra
de la naturaleza del cuerpo social imponerse leyes que no pueda revocar».
Por otro lado, la imperiosa necesidad de una reforma constitucional plantea el
problema de la oportunidad de una reforma global de aquellos aspectos que se
consideren necesarios o de continuadas reformas parciales con la finalidad de ir
logrando un consenso entre las fuerzas políticas. Aquí las posturas no fueron
unánimes, defendiéndose ambos planteamientos, consecuencia, porque también hay
que subrayarlo, de que en el ámbito académico, y mas concretamente dentro del
profesorado de Derecho Constitucional, nos hemos limitado a la realización de
trabajos individuales o a la creación de grupos afines de trabajo, sin una
visión globalizadora de conjunto, no coadyuvando siempre a que los poderes
públicos y privados se acostumbren a «vivir en Constitución». Las
responsabilidades son, pues, de todos. Lo que si pareció evidente es que la
necesidad de un consenso constitucional debe reducirse a las mayorías
constitucionalmente exigidas y nunca convertirse en un auténtico canon de
constitucionalidad. La obtención del mismo no puede plantearse con carácter
apriorístico y absolutamente condicionante, pues el mismo se consigue a partir
de los debates y acuerdos, lo cual exige ineludiblemente el inicio de los
mismos. La propuesta de una reforma exprés y la posterior reforma en
profundidad, defendida por algunos partidos políticos, también fue analizada.
Es cierto que una vez abierto el melón de la reforma constitucional, casi
ninguna cuestión puede sustraerse al debate, pero también lo es que las reformas
hasta ahora propuestas, y muchas de ellas formalizadas en textos alternativos,
van más allá de un simple maquillaje constitucional. Baste recordar que el
Informe del Consejo de Estado aprobado en el 2005, que puede ser considerado
como un documento adecuado para iniciar el debate sobre la reforma, implicaba la
modificación y/o supresión de mas de 60 artículos, a los cuales habría que
añadir los otros muchos propuestos desde diversos sectores políticos y sociales.
Dicho Informe es un buen ejemplo del hecho de que se han necesitado treinta años
de vigencia constitucional para abordar seriamente la reforma constitucional,
sin que en el ámbito académico haya surgido la necesidad, como sucede en otros
países de nuestro entorno, de abordar globalmente los grandes asuntos de Estado.
Ni siquiera se ha creado aun, en el ámbito parlamentario, una subcomisión o
ponencia encargada de debatir estas cuestiones. Los ejemplos, en sentido
contrario, en el ámbito del Derecho Comparado son abrumadores.
La idea de un reforma constitucional excesivamente puntual difícilmente puede
sostenerse. En efecto, cuestiones tales como la indudable mejora técnica de
nuestro texto constitucional (que afecta a numerosos preceptos del mismo), la
necesidad de una europeización de nuestra Constitución, un reconocimiento más
consecuente del principio de igualdad y sus múltiples manifestaciones, el
llamado blindaje de los derechos sociales, la necesidad de una mejor
configuración (incluido su sistema de garantías) de los derechos fundamentales,
la modificación de determinados aspectos de nuestra organización institucional
(la supresión de la preferencia del varón sobre la mujer en el orden de sucesión
de la Corona, las modificaciones inherentes a nuestro sistema parlamentario, con
una nueva definición del papel del Senado, los cambios a introducir en la
configuración del Gobierno, del Poder Judicial y de nuestro Tribunal
Constitucional), así como la imperiosa necesidad de configurar un nuevo Título
VIII (que no debe estar condicionada exclusivamente por el contencioso catalán)
obliga a una reforma en profundidad de nuestro texto constitucional, que además
ha de ser llevada a cabo a través del procedimiento del art. 168.
Ello no supone configurar a la Constitución como un reglamento o como un Código
Constitucional. La Constitución debe ser siempre una norma abierta, que se
acentúa además con la idea de un constitucionalismo global, que permita la
actuación de los diferentes operadores jurídicos. Ella debe limitarse a
reconocer las grandes decisiones políticas fundamentales a través de la
constitucionalizacion de principios y reglas. La idea de fundamentalidad es
exclusiva de la noción de Constitución y difícilmente puede predicarse de otras
normas. Por ello la Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico.
Corresponde a otros, y no al poder de reforma, la función de desarrollar y
complementar esos principios, en su condición de «mandatos de optimización»
(Alexy) y de parámetros de constitucionalidad, y reglas, las cuales a
diferencia de aquellos establecen un supuesto de hecho, al cual anudan una
consecuencia jurídica. Pensemos, a modo de ejemplo, en el importante papel que
esta atribuido a los Estatutos de Autonomía en la configuración del modelo de
Estado, o al propio Código penal en la definición de la naturaleza de los
derechos fundamentales.
Por otro lado, ello tampoco quiere decir que propugnemos una nueva Constitución
que difícilmente sería identificable con la actualmente vigente. No pretendemos,
pues, una supresión de nuestro actual texto constitucional y su sustitución por
otro, no compartiendo esta idea que es defendida por determinadas fuerzas
políticas. El mantenimiento de los principios constitucionales, de los valores
de nuestro ordenamiento jurídico, de los rasgos identitarios de nuestro actual
sistema democrático deben ser considerados como límites materiales implícitos a
la reforma constitucional.
Lo que sí resulta evidente, si ello resulta posible, es proceder a toda una
revisión de las actuales categorías dogmáticas existentes, las cuales no parecen
ser suficientemente explicativas de la actual realidad política. Y ello debe
hacerse en estos momentos, siendo difícilmente sostenibles aquellas posturas que
abogan por una innecesaridad de la reforma constitucional, por los problemas
políticos que ella pueda destapar y por el momento de crisis económica en que
nos encontramos inmersos. Todo ello refleja una falta de altura de miras
importante y una posición política que parece pretender encubrir otros intereses
espurios, permitiendo de este modo, de forma activa o pasiva, la degradación de
nuestra Constitución y la paulatina desaparición del carácter normativo de la
misma. En tiempos de crisis es cuando hay que hacer las mudanzas oportunas pues,
de lo contrario, una vez superada aquella, los problemas seguirán sin resolverse
y la identidad constitucional se volvería mas vulnerable y opaca, hasta
desaparecer incluso.
No propugnamos, pues, al menos en su radicalidad teórica de auténtica ficción
jurídica, un nuevo pacto social que proceda a la creación de una nueva comunidad
política, la cual evidentemente no es creada por el acto constitucional.
Mantener la pretensión de un nuevo pacto social implicaría la necesidad
imperiosa de provocar la actuación del poder constituyente, pues el poder de
reforma es insuficiente. Un nuevo pacto social tiene una pretensión fundacional
y supone la disolución de la comunidad política existente (Tajadura), pues la
Constitución no crea una nueva comunidad política. Pero sí que hay que partir de
las deficiencias del actual pacto social existente. La exclusión de las mujeres
del mismo, la fragmentación de nuestra social civil, las desigualdades
propiciadas por la actual crisis económica, el proceso de globalización en que
estamos inmersos y toda una serie de hechos que podrían añadirse, son
suficientemente justificativas y explicativas de esta necesidad. Es decir, la
reformulación del pacto social debe tener en cuenta que los supuestos son
radicalmente distintos, que los espacios públicos son diferentes, que los
titulares del mismo tampoco pueden ser los mismos, que ya no se trata de
encontrar una forma de legitimación alternativa a la actualmente existente, sino
profundizar en alguno de sus planteamientos, aunque sea modificando alguno/os de
ellos, y, finalmente, que el proceso de globalización afecta a todas las
estructuras de poder, pues este también se encuentra globalizado.
Si no propugnamos un nuevo pacto social, al menos en su condición de categoría
dogmática de épocas pasadas, tampoco, en buena lógica democrática, pretendemos
una llamada al poder constituyente originario, pues no nos encontramos en la
misma situación política que en los procesos revolucionarios clásicos,
especialmente el francés. La teoría del poder constituyente, como poder
ilimitado y fáctico, se compagina mal con la vigencia del principio democrático.
Y es que, aunque nuestra Constitución permita la reforma total de la misma,
aunque no contenga cláusulas de intangibilidad materiales, lo cierto es que
estas existen, aunque su identificación resulte problemática. La existencia del
principio democrático, el cual no puede admitir la existencia de un poder
constituyente como poder factico y no sujeto a limite alguno, del principio de
soberanía popular, del principio de igualdad y de nuestro sistema de derechos
fundamentales, nuestra pertenencia a la Unión Europea, la imposibilidad de
proceder a la modificación del propio procedimiento de reforma constitucional,
al menos cuando este pretenda una reforma total del texto constitucional,
parecen, entre otros, adquirir esta condición. Es más, el propio poder
constituyente se autolimita en el poder de reforma, que es un poder derivado y
limitado, razón por la cual no se puede suprimir la actual constitución y
sustituirla por otra totalmente diferente. Quien tiene que actuar es el poder de
reforma, con la extensión que se considere oportuna, pero nunca el poder
constituyente, que ha delegado en aquel la mayor parte de sus competencias,
confiriéndole la condición de un auténtico «poder plenipotenciario». La reforma
constitucional no es nunca un auténtico proceso constituyente, pues no persigue,
por el carácter limitado de la misma, la creación de un nuevo orden jurídico,
sino la continuidad del ya existente. Ello no quiere decir que el poder
constituyente y el poder de reforma se identifiquen, pues son diferentes en el
supuesto de pretender una reforma total de la Constitución y también lo son
cuando se admite la existencia de límites materiales implícitos. Por otro lado,
el poder constituyente, como expresión jurídica de la soberanía estatal, se
encuentra fragmentado, pues esta también lo está, como consecuencia de la
asunción por parte de la Unión Europea de importantes competencias
características de la misma. Ello supone una limitación del poder constituyente
de los Estados miembros. Es decir, la noción de poder constituyente que surge en
el proceso revolucionario francés es una categoría dogmática que difícilmente
puede aplicarse en nuestros días.
Análogas consideraciones se pueden producir en nuestro actual sistema de
representación política, el cual es propio de épocas periclitadas. Pero la
desaparición del sistema representativo, y su sustitución por otro alternativo
que además no se precisa bien, es propio de las deficiencias que actualmente
presentan las categorías dogmáticas clásicas de las que continuamos
sirviéndonos. No debemos olvidar que el principio representativo se configura en
el proceso revolucionario francés como una auténtica ficción, como una
tautología en terminología del propio Kelsen. Cuando, en el proceso revolución
francés los Estados Generales se constituyen en Asamblea Nacional resulta
ineludible proceder a una nueva concepción de la representación política, pues
las teorías del mandato imperativo anterior se muestran claramente insuficientes
a la hora de fundamentar y explicar la nueva realidad política que se pretende
crear. Por ello, los mismos representantes elegidos y/o designados con arreglo a
un determinado modelo de representación cambian y modifican la naturaleza de su
representación. Ahora la idea fundamental consistirá en que el representante
proceda a buscar, de forma continua, al representado y que este representado
también proceda en el mismo sentido, es decir a la búsqueda continua del
representante. Este planteamiento conducirá a la proclamación de que todos y
cada uno de los representantes representan a la totalidad de los ciudadanos y,
también, que estos se encuentran representados por todos y cada uno de los
representantes, aunque ni siquiera hayan participado en su elección y/o
designación. Este planteamiento histórico, plenamente vigente entre nosotros,
debe ser objeto de revisiones teóricas futuras, pues de lo contrario habría que
concluir que hoy día la idea de una representación territorial, impuesta por la
aparición de los Estados políticamente descentralizados, resulta incompatible
con la idea de una representación política, máxime cuando se atribuye a los
representantes territoriales la misma naturaleza que a los representantes
políticos en el sentido de que también aquellos están ligados al mandato
representativo y representan a la totalidad de los ciudadanos.
Esta contradicción debe ser superada, bien mediante la privación a los
representantes territoriales de su condición de representantes políticos, lo
cual puede condicionar teóricamente la existencia de una segunda cámara
territorial, bien mediante la adopción de nuevas categorías y técnicas que
configuren una representación diferente y radicalmente distinta. A todo ello hay
que añadir la imperiosa necesidad de potenciar las instituciones de democracia
identitaria, la participación constante y continuada de la ciudadanía en los
asuntos públicos, en la elaboración de las decisiones políticas, de las
políticas públicas en suma, a la exigencia de una continuada rendición de
cuentas, contribuyendo de este modo a una mayor identidad entre gobernantes y
gobernados, al establecimiento de un auéntico gobierno abierto.
Es pues, desde estas premisas teóricas, desde donde planteamos todas estas
reflexiones que pretenden contribuir a un debate, el de la reforma
constitucional como mecanismo para una profundización de nuestro sistema
democrático.
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