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Autor(es) del Arco Torres, Miguel Ángel; Pons González, Manuel
, ISBN:9788498366761.
Editorial Comares
606 páginas, 8ª edición,
En distribución desde mayo 2010,
INDICE
Precio:
49,50€ (iva incluido)
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Es extraño encontrarse uno escribiendo el prólogo de un libro que, seguramente, nunca leerá de corrido, que utilizará tan sólo como texto de consulta. Esto no ha sido obstáculo para que los dos juristas que lo firman me insten a escribirlo. El resultado son estas líneas, donde, en primer lugar, se hace una petición de acortar las distancias —tradicionalmente grandes— entre la justicia y el conocimiento. En segundo lugar, este prólogo expresa el deseo de las formas arcaicas, que, a mi entender, no son simples anécdotas de forma sino que enmascaran profundas deficiencias. Por último, se plantea el tema de la justicia y el humanismo. Todo esto intenta constituir una elegía, mezcla de alabanza y funeral, del mundo de la construcción, al que pertenezco desde mediados de los años sesenta como profesional y también como docente desde la cátedra de Cálculo de Estructuras de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona.
Justicia y conocimiento
Desde las aulas y las obras, hace tiempo que me pregunto si la justicia, con sus profundas raíces deterministas, es consciente de que hace un siglo todos los expertos que la sirven viven en un universo probabilístico. Sabemos, desde hace casi un siglo, que el juicio de Galileo fue un juego de equívocos donde tanto el astrónomo como la iglesia estaban en lo cierto —o erraban ambos, lo cual sería lo mismo.
Recuerdo a menudo aquella comunidad religiosa que, al atardecer, cuando la obra de la ampliación del convento quedaba desierta, introducían crucifijos de madera dentro de los encofrados para santificar el futuro edificio desde sus cimientos. Intentaban así conjurar con un acto determinista el insalvable riesgo de nuestro universo probabilista y, sin saberlo, lo aumentaban. Y también recuerdo aquel constructor que creía que soportar doscientos quilogramos por metro cuadrado era, para el forjado de un edificio, resistir doscientos quilos situados en uno solo de sus muchos metros cuadrados.
Estos dos casos de la pura, dura y maravillosa realidad son consecuencia de graves defectos en los conocimientos de resistencia de dos de los actores de la obra. Pero —aunque la Justicia con mayúsculas suspire por ello— ¿es algo tan alejado del sentido común pedir a los jueces que no se pierdan en el vasto territorio de la ignorancia? ¿O para eso están los peritos? Si es así, éstos cubrirán el desconocimiento casi absoluto del juez, que necesita conocer (no asesorarse, que es compartir) a través de otro. Es terrorífico sentir la ignorancia de jueces y fiscales cuando, en los temas de construcción, está en juego la vida pública o privada de alguien. Uno desearía tener enfrente personas versadas en el tema objeto del supuesto delito, que pudieran precisar de ampliación en determinadas zonas de su conocimiento, de asesoramiento. Uno desearía —y ésta es la frontera entre el que posee el conocimiento y el que no lo posee— que el juez pudiera escoger por sí mismo cada asesoría en el lugar apropiado —una persona, un libro, un laboratorio, las actas de un congreso— sin acudir a ese intermediario en el que convierte al perito la ignorancia del juez. Éste debe adivinar, ante dictámenes opuestos, qué técnico dice verdad, en una versión salomónica de la justicia, basada no tanto en la inteligencia y el conocimiento como en la perspicacia o la intuición.
¿Puede un juez juzgar sobre todos los asuntos? La dificultad de juzgar sobre cosas como INTERNET ¿no tiene en su base la ignorancia sobre informática y nuevas tecnologías de telecomunicación? ¿Los jueces deben saber sólo Derecho?
Es cierto que el tema, como todos los temas, está más claro en sus extremos. Parece evidente que a los profesionales del Derecho no podemos exigirle que estén versados en la última teoría que explica porqué en ciertos casos el hormigón hecho con cemento aluminoso no experimenta carbonatación y ha protegido mejor las armaduras que el cemento portland. Sin embargo, a éstos se les pueden exigir que sepan que quien monta una red de protección no puede tener red de protección.
Embozo y disfraces
Pero, ya que estamos en un tema que mucha gente parece creer de letras, hablemos del lenguaje. ¿Cuál es el de la Judicatura? Frente a mí tengo una sentencia sobre la que hice, no hace mucho, un dictamen de cómo debería ser su cumplimiento. Se refería a un tema de grietas en viviendas y decía así:
Se estima necesario aceptar las obras a realizar fijadas en el dictamen pericial suscrito por el ingeniero de caminos, canales y puertos Don XXX, tanto por lo que hace referencia a cimientos, sin que se acepte la tesis de que no existen riesgos asociados a un comportamiento estructural incorrecto, como a viales, pavimentos, fachadas y muros (bastando señalar que la actuación que sobre ellos se ha realizado se deberá tener en cuenta para acomodar las otras medidas) y finalmente en tabiques interiores y drenajes. Por todo ello procede estimar… etc. etc.
Dejando aparte la longitud y el barroquismo innecesario de la frase, que dificultan la comprensión del contenido, el perito XXX venía a decir que los cimientos se habían movido, pero que el movimiento había terminado y no existían riesgos de que éste hubiera afectado a la estructura.
¿Cómo hacer las obras fijadas por alguien que parte del hecho de que no ha habido riesgo para la estructura habiéndose producido un movimiento? Es sobradamente conocida la frecuencia con que una misma sentencia da la razón y ordena cumplir dictámenes periciales técnicamente contradictorios o, al menos, discrepantes. También el añejo lenguaje con que, a veces, las sentencias añaden oscuridad a la propia penumbra conceptual. La redacción deficiente al servicio de un inútil hermetismo.
Es obvio que nos encontramos con una degeneración de la utilización del símbolo en propio provecho. Etimológicamente, símbolo quiere decir enigma, adivinanza: una cosa que oculta a otra. Ahora bien: el máximo rendimiento simbólico se obtiene cuando con una pequeña cosa se oculta otra mucho más grande, y éste es el concepto de símbolo que corrientemente manejamos. Se trata de relacionar algo muy vasto con su símbolo, que es algo muy pequeño físicamente. La palabra puede, a veces hacer el papel de código más que de símbolo (el código sería la mínima expresión del símbolo, el símbolo más pobre). Hay documentos o libros técnicos donde la palabra realiza un papel parecido al del alfabeto Morse. Pero esto es raro: en todos los documentos jurídicos de compra-venta, constitución de sociedades, declaraciones de incapacidad, testamentos, o sentencias judiciales, las palabras, las frases, los párrafos, el documento entero, es un tejido de símbolos, una construcción simbólica representativa no sólo de actos y cosas, sino de auténticos y peculiares conceptos de la vida y la muerte. En este sentido son vecinos del texto poético. Es por esto que actualizar el lenguaje jurídico no será tarea fácil. El precedente de la actualización del lenguaje religioso con la consiguiente pérdida de potencia simbólica al prescindir del latín ha puesto en guardia a todos los guardianes de símbolos. Un caso menos trascendente pero muy ilustrativo es el lenguaje escrito voluntariamente ininteligible de las recetas médicas que hasta hace bien poco ha sido otra variante de la utilización simbólica de la palabra. Son, de hecho, degeneraciones del símbolo: se trata de que el símbolo parezca serlo de algo más vasto e importante de lo que en realidad representa u oculta. Lo mismo que ocurrirá con la mala poesía.
Pero lo cierto es que quien escribe un texto confuso en una sentencia pone de manifiesto que no ha entendido la cuestión sobre la cual intenta pronunciarse. Recuerda las malas traducciones en las cuales abundan los párrafos ininteligibles porque es el propio traductor quien no ha entendido lo que se dice en el original.
Cimentar sobre culpa
San Agustín afirma que el niño es sólo inocente a causa de su debilidad y de su impotencia, no por la disposición de su alma. San Pablo dice que quien hizo la ley hizo el pecado. Pesadillas de grietas, derrumbamientos, jueces y juicios sorprenden siempre oníricamente al arquitecto. El aumento de conocimiento y honestidad no libran de estas hostilidades de la conciencia, y los vicios ocultos acechan como sombras. Valga una pequeña historia personal como ejemplo de que no son ociosas estas sombras sino que —permítaseme la paradoja— tienen sólidos fundamentos aleatorios.
Una medianoche de marzo de 1984 fui despertado por mi socio Carles Buxadé —catedrático también de Cálculo de Estructuras— con la noticia del hundimiento súbito de un bloque de 70 viviendas que estábamos reparando de ciertas deficiencias en sus cimientos y estructura. La cosa fue como sigue: uno de los aparejadores tuvo que buscar una farmacia de turno para comprar un medicamento para su hijo pequeño. Durante el trayecto puso la radio y escuchó la noticia, donde mencionaban el hundimiento y la situación del edificio: el programa era el de una periodista muy popular, de vasta audiencia como suele decirse, y explotaba a fondo la noticia. Fuimos recogiéndonos los unos a los otros de nuestros domicilios: cada uno afanó con lo que mejor se le ocurrió, dinero, ropa de abrigo… y nos concentramos, después de despedirnos de nuestras familias, en el despacho. Llamamos a la policía municipal, que confirmó el siniestro y su localización. Decidimos aplicar las reglas que, para estos casos, se suelen aceptar en la profesión: desaparecer en los primeros momentos para evitar linchamientos inútiles, serenarse, ponerse en contacto con los abogados y, finalmente, entregarse y hacer frente a la situación. ¿Sobre qué giró, nuestra conversación? Pues, en primer lugar, en torno a los daños: no se nos ocultaba la magnitud de un derrumbe de setenta viviendas en mitad de la noche de un día laborable: tener algo así en la conciencia, al margen de la parte de culpabilidad directa que pudiera concernirnos, era espantoso. El segundo tema era consecuencia del primero: ¿cómo podía haber ocurrido? Conocíamos el edificio perfectamente, mejor que nadie: ¿cómo podíamos habernos equivocado tanto? ¿Qué habíamos pasado por alto? Desgraciadamente no es difícil imaginarse una secuencia de intervenciones interiores de los propios vecinos, en el ambiente de obras sin permiso que por entonces —y aún ahora— era habitual en los barrios más marginados. Muchas de ellas —supresión de muros de carga para comunicar habitaciones, eliminación de partes de un pilar para el paso de tuberías, etc.— las encontramos frecuentemente en nuestras inspecciones. Bastaba una adecuada sucesión y la suficiente mala suerte para que pudiera ocurrir lo peor y, ¿quién podría hallar un resto de verdad entre los cascotes?
En fin, abrevio: hacia las tres de la madrugada, el alcalde habló por la radio y aventuró que podría tratarse de una exposición de gas. El siniestro mantenía su magnitud pero comenzaba a desaparecer nuestra culpabilidad. Quedaba el horror y los innumerables quebraderos de cabeza que nos esperaban, pero desaparecía la imparable corrosión de la culpa y de la ruina personal y profesional. Hacia las cuatro, la noticia se concretó: se corrigió la localización del edificio en cuestión, al otro lado de la calle. Se trataba de la explosión de una botella de gas butano en una vivienda unifamiliar ocupada por una sola persona que, lamentablemente, falleció. La explosión afectó a nuestro edificio —situado enfrente— pero sin causar víctimas. A las ocho de la mañana, sin haber dormido, nos encontrábamos en la obra donde alguien nos recibió con un nos han hecho madrugar… que me supo al cariñoso recibimiento de la vida cotidiana. Me sentía como supongo que deben sentirse aquellos que han sido víctimas de un simulacro de fusilamiento. Ahora, pasados los años, sigue viva en mí aquella noche. He tomado conciencia de que, aún no habiendo cometido ningún error comparable al que cometieron, por ejemplo, la periodista de la radio o la guardia urbana, podríamos haber sido castigados con una desmesura que prefiero no imaginar.
La sombra de la injusticia
Nuestra progresiva civilización no se caracteriza por la capacidad cultural de las masas. Los porcentajes de «pan y circo» actuales, por ejemplo, no les andan a la zaga a los más famosos de la antigüedad. Pero sí que se percibe esta civilización en el alejamiento de las formas autocráticas de poder y de las formas crueles de justicia. Es evidente que las democracias actuales son más comprensivas para el delincuente que las dictaduras actuales y pasadas. La tolerancia general, la reducción en las penas, el aumento del número de indultos, etc., son —excepciones al margen— un reflejo de esta comprensión. Quizá haya llegado el momento de extender esta comprensión a otras zonas donde aún imperan las sombras de antiguas legislaciones caldeas y medievales en el castigo a determinadas profesiones, donde se mantiene una crueldad fuera de lugar. Se trataría de ir desplazando hacia la problemática de los Seguros estos castigos casi corporales que se ciernen sobre la vida profesional de arquitectos, ingenieros, conductores de tren o de autobús o pilotos (aunque éstos no suelan tener opción de contemplar sus propios castigos). ¿Puede creerse realmente que redunda en un mejor funcionamiento del ámbito de la construcción la espada de Hamurabi que sus técnicos tienen constantemente sobre sí? ¿Cuántas vidas no habrán derrumbado tantas y tantas sentencias judiciales erróneas, poco matizadas o, simplemente, que buscaran tan sólo un seguro para la víctima, anteponiendo Caridad a Justicia? Y sin embargo, si cualquier arquitecto comete algún error comparable en magnitud a las confusiones de la sentencia que ejemplificábamos en este prólogo, o a alguna de las palmarias equivocaciones a que nos tienen acostumbrados los periodistas, lo más probable es que le espere el fin de su vida profesional, embargo de sus bienes y, también, una temporada de cárcel. ¿Creemos realmente que, sin esta amenaza, bajaría la calidad técnica de los profesionales de nuestros oficios y entraríamos en un relajamiento de costumbres que pondría en peligro a la sociedad? Sería como pensar que, si en ciertos países del Islam dejaran de cortar las manos a los ladrones, el robo se extendería sin freno posible.
La Justicia ha de ser, también, una apología del conocimiento. Debe huir de esta imagen de la toga que simboliza un mundo que ignora las cuestiones técnicas cotidianas y que, ignorándolo todo, es quien debe velar, como un ángel negro, para castigar los tropiezos. Un cúmulo de hechos, suposiciones, intuiciones, miedos y contradicciones planea sobre la gente de la construcción llamada desde antaño la gente del polvillo. Parece evidente que constituimos una actividad en decadencia, no en el sentido de la cantidad, la actividad constructiva no puede desaparecer, no en el sentido de la calidad, pues, de hecho, jamás en la historia, las construcciones han tenido la calidad media actual. Es en el sentido de valoración social en el que declinamos. Para la gente en general se abre paso una consideración del mundo de la construcción como un mundo de especuladores, mentirosos, donde no se cumplen los plazos, donde no debe creerse a nadie, donde puede pagarse peor que en ningún otro campo, sin remordimiento alguno, etc., etc. Y la misma sociedad que tiene este concepto de nosotros nos ha inundado con todo tipo de personal sin cualificar, convirtiéndonos en el saco sin fondo del paro, haciendo que las empresas constructoras se conviertan en financieras, cultivando, paradójicamente, el concepto de arquitecto de imagen, cuya lamentable aparición pudimos contemplar avergonzados en el último congreso mundial de la Unión Internacional de Arquitectos de Barcelona. La misma sociedad nos plantea —también a través de su propia Administración— plazos y costos imposibles, con el convencimiento de que se dirigen a un ramo donde todo puede suceder.
La sociedad impulsa, por un lado, unas normativas técnicas a nivel de país desarrollado, pero por otro lado es la propia Administración quien desconfía de la necesidad de su estricto cumplimiento, y, sobre todo, ha dejado al pairo años y años una puesta al día de la ordenación del sector, que se halla sumido en lo más parecido al caos. Un ejemplo (y es sólo un aspecto, en la zona que debería parecer más fácil de ordenar): no existe la más mínima clasificación del personal técnico responsable de los proyectos y obras. Cualquier oficio, soldadores, electricistas, por ejemplo, tiene un esca¬lonamiento de atribuciones en función de conocimientos y experiencia. Para el director de la obra no existe más que el título genérico de Arquitecto. Cualquier arquitecto puede hacer cualquier obra. Y la hace, porque, como consecuencia de este caos, los vericuetos de los encargos pueden ser increíblemente salvajes. Baste leer, entre las convocatorias de los concursos de la Administración, cuántos se plantean en vacaciones, exigiendo proyectos completos en plazos caricaturescos.
Consecuencia de todo ello es que ni alguien tan celoso de su riesgo como las compañías de seguros atiende, ni egoístamente, a estas cuestiones. La reparación de los edificios habrá de hacerse en las mismas condiciones de la póliza de seguros, tanto si la realiza un técnico recién salido que fue, además, un mal alumno como si la realiza un catedrático con una experiencia de treinta años en reparaciones estructurales. Añádase a esto la negativa de todas las aseguradoras a facilitar seguros con el monto de los daños de los que la sociedad nos responsabiliza. ¿Cómo puede un técnico ser responsable de actividades que ninguna compañía de seguros quiere asegurar?
Humanismo y justicia
En mis clases de la Escuela de Arquitectura he planteado muchas veces a los alumnos la posibilidad de ser un buen arquitecto ignorando que la tierra es esférica. Después de un breve debate, se suele acabar concluyendo que no es posible. De hecho, bajo la aparente paradoja de la pregunta subyace el tema del humanismo: de la misma manera podría preguntarse: ¿puede un juez ser independiente sin haber leído a Antonio Machado? En una conferencia —«Independencia de la justicia»— que pronunció Miguel Ángel del Arco en 1994 en Vilassar de Mar, el tema de fondo era la formación cultural del juez, su curiosidad intelectual, la necesidad de una búsqueda constante de nuevos horizontes científicos y artísticos. Miguel Ángel del Arco no comprendía tampoco la independencia judicial sin una sólida preparación humanista. Siendo deseable para todo el mundo la formación cultural, en las profesiones directamente relacionadas con los problemas básicos, importantes, que preocupan a los ciudadanos, esta formación es imprescindible y debería ser objeto de una atención prioritaria. Y vuelvo así al comienzo de este prólogo, puesto que sólo desde una formación humanística puede plantearse la necesidad del conocimiento —científico o literario— de un arquitecto o de un juez. Pienso que no debe perderse el tiempo buscando extrañas soluciones, que no existen más soluciones que las de siempre: conocimiento frente a oscuridad, lo que se llamó y que deberemos renombrar, humanidades. Si la paciencia de los lectores aún me lo permite, me gustaría remitirme a un poema que publiqué en 1992 con el título de «Recordar el Besòs». Éste es un barrio de Barcelona que, allá por los años setenta y ochenta, reunía muchos de los problemas de los barrios periféricos de una gran ciudad. En él estuve recalzando cimientos con mi socio Carles Buxadé a lo largo de muchos años, y el poema, consecuencia de aquella estrecha relación y traducido por Luis García Montero, dice así:
Las ventanas, de noche, con luz amarillenta,
son ojos que rodea el rimmel del asfalto.
Recuerdo el piso: una bombilla enferma,
perros y niños,
un colchón en el suelo.
En aquella cocina sin puerta, envenenada,
junto a un montón de platos descompuestos,
pone un joven sus discos de trapero
en un viejo pick-up.
Y todos son de Bach.
La luna hace brillar los cables negros
de alta tensión que pasan sobre el río.
En la tierra de nadie,
bajo el paso elevado de autopista,
duermen los coches de segunda mano.
Únicamente Bach,
este mundo no tiene otro futuro.
No hay arquitectura contemporánea creyendo que la tierra es plana, no hay independencia judicial sin conocimientos del tema que se juzga ni sin leer a Machado. Ninguna solución que no pase por Bach. Y más ahora que nunca en la Construcción, cuando jamás hemos tenido a nuestro alcance una tecnología como la actual para construir edificios, ni gente mejor preparada para llevarla a cabo. Nunca las herramientas para el cálculo de nuestros edificios fueron los potentes que son hoy, ni las técnicas de control de calidad más seguras. Cualquier buen alumno mío podría asombrar a Galileo, a Navier o a Gaudí en una breve conversación. Por qué, pues, esta sensación de caos, de sentirse abandonados por esta sociedad que con una mano nos señala exigencias que no podemos cumplir y que con la otra remueve sin miramientos el fondo de nuestros lodos, impidiendo al mismo tiempo la clarificación de unos oficios cuyo conjunto se ha convertido en una estructura demasiado compleja y que nos empeñamos en tratar con criterios novecentistas, unos oficios que fueron, y son, dignos y llenos de buena gente. A ellos y a mis buenos amigos juristas, que tantas veces tienen que abrirse camino en la misma selva que nosotros, mi afecto y agradecimiento.
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